¡Qué mal comienzo! Dije casi con un grito inevitable.
Sólo una pelota, esa que ahora se alejaba de mis pies por el largo pasillo, era
el regalo que Papá Noel había pensado para todos estos infantes.
Permanecí inmóvil junto al árbol y las puertas de la habitación se abrieron de par en par. Se encendió una luz que iluminó todo el salón y los niños entraron en estampida dando saltos y corriendo hacía lo que era su regalo en aquella noche tan esperada.
Permanecí inmóvil junto al árbol y las puertas de la habitación se abrieron de par en par. Se encendió una luz que iluminó todo el salón y los niños entraron en estampida dando saltos y corriendo hacía lo que era su regalo en aquella noche tan esperada.
¡La pelota! Gritaron. Yo estaba confundido. No parecían
desilusionados. No corrieron hacia las ventanas para tratar de ver el instante
justo en que los renos, que yo no tenía, tiraban del trineo, que tampoco me
habían dado, para cruzar el cielo de la Nochebuena.
Alguien se detuvo a mi lado y me dio las gracias. Yo me
asuste, pensaba que nadie podía verme. Tuve vergüenza y traté de excusarme.
-Miré, yo... es mi primer día, seguramente las bolsas se confundieron... -
El hombre sonrió y no permitió que yo siguiera explicándole: -No se preocupe amigo. Los chicos querían la pelota. Por un momento pensé que nadie se acordaría de ellos.
Yo continué diciendo: -Pero son muchos, seguramente van a querer saber de quién es el regalo.
-Miré, yo... es mi primer día, seguramente las bolsas se confundieron... -
El hombre sonrió y no permitió que yo siguiera explicándole: -No se preocupe amigo. Los chicos querían la pelota. Por un momento pensé que nadie se acordaría de ellos.
Yo continué diciendo: -Pero son muchos, seguramente van a querer saber de quién es el regalo.
Él trató de calmarme: - De todos, no hay problema con eso.
Ellos están acostumbrados a compartir todo. En lugares como estos lo primero
que aprenden a compartir son las tristezas, imagínese que no van a tener
problema en compartir una alegría.
Yo me sentí muy extraño, estaba confundido, y decidí
marcharme. Cuando estaba cerca de la puerta, aquella persona me tomó del brazo
y me dijo: -Oiga, ¿se va a ir sin que le paguen?
Aquella situación me confundió aún más: -¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre?
- ¡Eh, no se ponga así!- me dijo - Miré sus caritas, miré todos esos ojitos iluminados, miré esas sonrisas: créanme si le digo que no se dan muchas veces.
Aquella situación me confundió aún más: -¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre?
- ¡Eh, no se ponga así!- me dijo - Miré sus caritas, miré todos esos ojitos iluminados, miré esas sonrisas: créanme si le digo que no se dan muchas veces.
Levante la mirada y comprendí. Me estaban pagando una
fortuna. Recibí entonces el mejor regalo de Navidad. Pensé en los otros miles
de ayudantes que estaban recibiendo su paga en hospitales, en orfanatos como
este, en hogares de niños, en edificios tristes y en lugares alejados dónde la
más mínima luz alcanza para iluminar a los ángeles.
Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.
Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.
José M. Pascual